En una entrada anterior he comentado cómo entendemos en Ágalma los trastornos mentales. También en otra entrada he hablado sobre la angustia, que es lo que habitualmente empuja a una persona a pedir ayuda a un profesional de la salud mental. Ahora quisiera transmitir mi concepción personal de la psicoterapia.
Cuando pensamos qué somos, de qué estamos hechos, lo más habitual que se nos viene a la cabeza es el cuerpo. Somos un cuerpo, células y agua. Somos sangre y lágrimas, escalofríos y temblores. Somos voz y mirada y abrazos, somos palpitaciones y movimientos. Y sin embargo, todo nuestro cuerpo, todo lo que nos da y todo lo que nos pide, está sostenido por palabras. Un cuerpo sin palabras, sin lenguaje, es un cuerpo muerto. Por ello, cuando yo pienso qué somos, de qué estamos hechos, pienso que, en el fondo, estamos hechos de palabras.
El poder de las palabras es inmenso. Con una palabra podemos enamorarnos, con una palabra una multitud inicia una revolución, con una palabra el mundo puede volverse hermoso o la vida terrible. Y, por encima de todo, con una palabra nuestro cuerpo se estremece.
Igual que si fuéramos las cuerdas de un violín y las palabras fueran el arco, vibramos con ellas. Las palabras tocan nuestro cuerpo y elaboran sinfonías de afectos, sonatas de angustia, preludios de amor, conciertos de vida, adagios de muerte.
Esto es posible porque hay una profunda armonía (entendida esta musicalmente) entre el lenguaje y el cuerpo. Si las palabras nos sacuden, nos cambian o nos impulsan, es porque algo de nosotros está hecho de la misma sustancia que el lenguaje. Podemos llamarlo corazón, alma o psique, lo importante es que nuestra brecha más íntima está habitada por las palabras.
Antes de nacer ya hablan de nosotros. Durante el embarazo nos envuelven las palabras como un segundo útero. Al nacer nos dan un nombre, que no es más que una palabra, y mientras crecemos las palabras nos acompañan; palabras ásperas, palabras cálidas, palabras con espinas, palabras tiernas nos van marcando el cuerpo como huellas en la nieve, o como trazos hechos con un dedo sobre el vaho de una superficie acristalada, invisibles pero presentes. Son esos trazos de palabras en el cuerpo lo que nos vuelve humanos en el sentido más pleno de la expresión.
Sobre esas marcas imperceptibles de las palabras sobre el cuerpo vamos trazando el mapa de nuestra vida íntima. Vamos escogiendo y mudando nuestra identidad, que no es más que el paso de una palabra a otra, vamos dirigiendo nuestro sentido en el mundo, nuestro lugar en la vida. Con las palabras que nos habitan elegimos qué es lo que odiamos y qué debe tener aquel que amamos, nos orientamos respecto a qué deseamos y a qué nos apasiona. Las palabras que nos habitan nos lanzan hacia el abismo que nos quiebra o hacia el horizonte que nos eleva al firmamento.
Así de importantes son las palabras.
Así somos, carne entretejida con sonidos, cuerpos cosidos a palabras.
Pero somos únicos. Porque cada cuerpo es marcado por palabras diferentes, o bien las mismas palabras marcan de forma distinta cuerpos diferentes.
Es por ello que un signo de amor no es lo mismo para dos personas, que un sarcasmo para alguien puede resultar una lanza y para otro un escudo, o que una frase puede derretir a alguien y a otro puede dejarle congelado.
Precisamente porque estamos hechos de palabras, me gusta creer que si somos algo, somos un poema de carne, un poema vivo. Cada uno de nosotros, un poema distinto.
En el fondo, considero que el trabajo de la psicoterapia está anudado con la poesía, que el psicoterapeuta es el inverso del poeta.
Mientras que el poeta escribe la poesía desde las propias palabras que le habitan y le marcan, el psicoterapeuta trata de descubrir la poesía ya escrita en el corazón de cada persona que le habla. Si el poeta escribe, el psicoterapeuta lee; si el poeta habla, el psicoterapeuta escucha; si el poeta rima sobre su alma, el psicoterapeuta se deja guiar por la música y la rima del alma del otro.
Porque quizá, sólo quizá, si la poesía que habita en la persona que consulta puede ser escandida y recitada, entonces algo en lo profundo del cuerpo cambiará. Se produciría eso que puede ser llamado catarsis o liberación, y que en realidad es un cambio en la vida porque los latidos han variado su ritmo, porque la mirada ha descubierto otro continente subjetivo o porque el deseo ha conseguido guiar la brújula vital de la persona.
Si las palabras habitan nuestro cuerpo y componen sin que lo sepamos una poesía íntima en nuestro ser, es muy importante para el psicoterapeuta saber escuchar.
Hay muchos tratados que en teoría enseñan a cómo escuchar en psicoterapia. Hablan de escucha activa o de cómo orientar la escucha hacia el problema que manifiesta la persona. Y, sin embargo, soslayan lo esencial, a saber, que antes de escuchar problemas, lo que se escuchan son palabras. Esto que parece tan evidente no se suele tener en cuenta. Yo no escucho problemas, escucho palabras. Claro que sé que la persona tiene un problema, pero ese problema está expresado por palabras; y no por palabras cualesquiera, sino por las palabras que han marcado el cuerpo de esa persona, por las palabras que esconden su poema. Todo problema oculta un poema.
El buen psicoterapeuta es muy exigente consigo mismo para escuchar los matices de las palabras, porque sabe que en realidad no existen los sinónimos. Sabe que escuchar “evoco haber estado enamorado” no es lo mismo que escuchar “recuerdo haber estado enamorado”. “Evocar” procede del latín evocare [e (fuera) vocare (llamada)], mientras que “recordar” proviene del latín recordari [re (de nuevo) cordis (corazón)]. Así, el que “evoca” siente ser llamado desde fuera por el amor, mientras que el que “recuerda” vuelve a pasar de nuevo el amor por el corazón. Al igual que no es lo mismo escuchar “me siento vivir en un abismo” que escuchar “me siento vivir en un precipicio”. “Abismo” proviene del griego abissos (sin fondo), mientras que “precipicio” procede del latín praecipitum [prae (antes, delante) caput (cabeza)]. Así, el que vive en un “abismo” está viviendo en un sufrimiento sin fondo, mientras que el que vive en un “precipicio” se está lanzando de cabeza al vacío.
Si la persona que consulta es un poeta que no sabe que declama la poesía de su ser, el psicoterapeuta busca la etimología del sufrimiento para que, juntos, puedan recitar el poema que tortura por su necesidad de salir.
El poeta sólo escribe de amor y angustia, que es justo lo único que existe en la psicoterapia. Por eso me gustaría finalizar con uno de mis poemas preferidos del poeta argentino Roberto Juarroz sobre el oficio de la palabra.
Desbautizar el mundo,
sacrificar el nombre de las cosas
para ganar su presencia.
El mundo es un llamado desnudo,
una voz y no un nombre,
una voz con su propio eco a cuestas.
Y la palabra del hombre es una parte de esa voz,
no una señal con el dedo,
ni un rótulo de archivo,
ni un perfil de diccionario,
ni una célula de identidad sonora,
ni un banderín indicativo
de la topografía del abismo.
El oficio de la palabra,
más allá de la pequeña miseria
y la pequeña ternura de designar esto o aquello,
es un acto de amor: crear presencia.
El oficio de la palabra
es la posibilidad de que el mundo diga al mundo,
la posibilidad de que el mundo diga al hombre.
La palabra: ese cuerpo hacia todo.
La palabra: esos ojos abiertos.
Escrito por Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla
Psicólogo clínico del equipo Ágalma.
Enhorabuena…!!
Muchas gracias, Nacho, por tu comentario y por tomarte la molestia de leernos. Un saludo.
La conjunción es perfecta y la sinfonía de la palabra, también. Enhorabuena!!
Muchas gracias por tu comentario, José Antonio. Como siempre es un orgullo para nosotros que te tomes la molestia de leernos para así alentarnos a seguir desarrollando lo que entendemos que puede ser la esencia del ser humano. Tus palabras nos halagan y nos animan. Un saludo.
Muchas gracias.
Gracias a ti, Luis Ramón. Te agradecemos mucho que nos hayas leído. Un saludo.