Las palabras son hechiceras. Basta decir jarrón de agonía, eclipse de almas o voluntad llameante para hacer existir esas ideas. Por eso las ideas son peligrosas si se dicen. Trazan un camino que cualquiera puede seguir. Atenas sabía eso cuando condenó a Sócrates a tomar la cicuta. Decían que corrompía a la juventud porque facilitaba la existencia de las ideas, y esos caminos ya no podían ser desandados.
Una vez dicho, el lenguaje hace existir la posibilidad de otras realidades. Por eso el arma de las dictaduras es siempre silenciar para después obligar a olvidar. Pero si se han dicho, esas realidades permanecen a pesar del silencio, o precisamente por él. A más silencio más presencia oculta de las palabras. Tampoco es eficaz el olvido, puesto que aunque hayamos olvidado qué camino transitamos, eso no quiere decir que dejemos de recorrerlo.
Alguien dijo una idea y esas palabras navegan a través del tiempo esperando un cuerpo que las encarne, que haga real la realidad que han dibujado.
Las deudas familiares se transmiten así, de generación en generación, saltándose varias hasta encontrar un cuerpo en cuya membrana puedan resonar eficazmente. Igual pasa con los deseos, las aspiraciones, las tragedias y los triunfos. Toda nuestra historia se juega al margen de nosotros mismos. De toda la historia de nuestro linaje somos condenados a padecer una parte y ni siquiera esa la conocemos. Pero nos empuja y nos posiciona, perfila nuestra realidad y determina nuestra vida como humanos.
Esa fuerza del lenguaje que existe antes que nosotros, de la que sin saberlo somos títeres, la que crea realidades esperando un cuerpo donde resonar, es la que habla en nuestras propias palabras.
Lacan planteaba que el hecho de decir queda ocultado en lo que se dice, porque lo que uno ha dicho rápidamente lo asimila a sí mismo, pero quien dice nunca es uno, es esa historia de palabras mudas que padecemos. Yo he dicho, pero no soy yo quien dice. Si yo he dicho “amar es estar” o “el sacrificio es prueba de lealtad”, rápidamente puedo incorporar eso a mi historia vital, darle un sentido dentro de mi propia realidad, así olvido lo más importante: ¿soy yo realmente quien dice eso? ¿Quién habla a través de mí? ¿Por qué asumo automáticamente esas palabras, esas verdades, esos saberes? ¿Seguro que son míos? ¿O se dijeron en algún momento y mi cuerpo, mi vida, armonizaron con su eco?
Creo que esa es de las principales razones por las que Lacan distinguió entre el sujeto y el yo. El sujeto para Lacan es un efecto del lenguaje, de esa historia silente que existe en las palabras que se dijeron. El sujeto es quien realmente dice, mientras que el yo es el que se apropia de lo que se ha dicho. Se apropia de esas ideas como si fueran suyas y así vamos ciegos por la vida, caminando por senderos labrados por otros y creyendo que somos nosotros quienes construimos la senda.
Esa hechicería del lenguaje que nos hace recorrer el camino de ciertas palabras que antaño se dijeron, obligándonos a repetir el mismo resultado en nuestro devenir personal, Freud la localizó en el cuerpo. Por eso habló de pulsión de muerte, puesto que creía que existía algo en nuestra biología que nos empujaba a repetir el mismo camino ya trillado a pesar de nosotros y de nuestro sufrimiento. Fue Lacan quien adjudicó ese lugar a la inercia del lenguaje, desechó la existencia de algo corporal que nos obligaba a repetir y vislumbró que el escenario no era la biología sino el lenguaje. Por eso abandonó el concepto de pulsión de muerte y acuñó el de goce.
La pulsión de muerte es un concepto que coloca la causa del destino de la vida en el cuerpo biológico. El goce es un concepto que asume que el destino se juega en palabras que se pronunciaron y que se posan en los cuerpos determinándolos (lo cual no significa que no se puedan romper esas determinaciones).
El amor también es un hecho de lenguaje, porque el amor se transmite como se transmiten las ideas, las verdades y las tragedias, por las realidades que crean las palabras. No sé si puede existir amor sin lenguaje, sin la historia muda de las palabras que orientan sobre cómo obtener amor, cómo amar y cómo ser amado. Los trozos de esa historia que padecemos portan en su seno una determinada dirección hacia el amor.
Por eso tal vez Freud creyera que el amor es esencialmente narcisista: amamos lo que somos, lo que fuimos o lo que deseamos ser. En otros términos, sólo entendemos el amor desde la historia que padecemos y que moldea la realidad subjetiva que habitamos.
Sólo entendemos el amor si este habla nuestro idioma. Cuántos signos del amor del otro quedan perdidos porque no podemos traducirlos, cuántas muestras de amor no reconocemos por no poder descifrarlas, por estar atrapados en trozos de lenguaje que sólo buscan encontrar lo que ya saben que han hallado.
Lacan tenía esperanza en un nuevo amor. Un amor distinto al que Freud consideraba, al que nos condena la desconocida repetición narcisista de nuestros linajes. Ese nuevo amor distinto exige una renuncia, como todo amor, una renuncia a hacer existir permanentemente las realidades de las palabras que se han apropiado de nosotros. Sólo renunciando a ello podremos tener la posibilidad de vislumbrar el lenguaje del amor del otro y así descifrar signos de amor que ni siquiera percibimos.
Grandes poetas como Rilke, Juarroz, Cernuda o Borges insinuaban esa idea, que un amor más allá de la pasión enamorada sólo es posible con un esfuerzo de traducción. Y esa traducción implica asumir la diferencia con el otro, la alteridad. La consecuencia de dicha asunción es la renuncia a lo mismo, a la repetición, a ciertos trozos de la historia de nuestros linajes que nos manejan.
Creo que esa es la única forma en la que el amor puede cambiar el destino: poder amar no sólo a lo mismo, sino también a lo Otro.
Escrito por Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla
Psicólogo clínico del equipo de Ágalma
Me encanta como escribes eres genial .
Muchas gracias, Conchi.