Con el sesgo al que me condena la práctica de mi profesión, tiendo a pensar que la vida humana podría definirse como un constante naufragio. A veces el naufragio aparece como fulminante y absoluto, otras veces es más sutil y comedido y en algunas ocasiones puede aparecer incluso como anestesiante, acompañado de extensos intervalos de aparente calma. Sin embargo, independiente de la variabilidad de la forma, el fondo es homogéneo: siempre nos encaminamos hacia el naufragio.
Tal vez como el naufragio está en el centro y llega a ser tan perentorio, las personas y, sobre todo, los profesionales quedamos deslumbrados por sus causas inmediatas o remotas (relaciones familiares, rupturas, pérdidas, traumas, deseos insatisfechos, leyes ciegas, repeticiones desconocidas, preguntas no sabidas cuyos interrogantes nos toman y nos empujan, etc.) o por sus fenómenos sintomáticos (apatías, tristezas, angustias, certezas, obsesiones, elecciones recurrentes de lo peor, anorexias, adicciones, insomnios, etc.) Por ello se acaba teorizando sobre todo aquello que nos deslumbra, intentando establecer relaciones para prevenir las causas o predecir comportamientos. Eso en el mejor de los casos, porque en muchas ocasiones ni siquiera hay un esfuerzo de teoría o de pensamiento, limitándose los psicólogos a aplicar protocolos o programas de pautas sin reflexionar en lo que habría de dejarnos deslumbrados.
Sería un signo evidente de pobreza intelectual plantear la inutilidad de dichos intentos de teorización, pues son sumamente necesarios e imprescindibles y, por supuesto, como en otros campos, existen teorías mucho mejores que otras, por lo que es fundamental poder distinguirlas para no errar demasiado en nuestra práctica diaria. No obstante, como sucede en la mayoría de las ocasiones, lo más importante acaba escapando al foco de nuestra mirada. Tan potente, tan estruendoso y poderoso es el deslumbramiento de los naufragios, que acabamos cegados por el exceso de luz, como cervatillos inmovilizados frente a los faros del coche que avanza a toda velocidad hacia el choque inevitable.
Entonces, ¿lo más importante no son las causas ni los síntomas? ¿Es eso lo que estás planteando? Bueno, en realidad sí y no. Obviamente, para comprender el sentido y la lógica de los naufragios necesitamos estudiar sus síntomas y entenderlos, así como sus causas (cuestiones ambas que son inextricables, pues causa y síntoma no son el uno sin la otra ni la otra sin el uno). Claro que esto es importante, de hecho es fundamental. Sin embargo, el hecho de centrarnos exclusivamente en los síntomas y en las causas hace que no reparemos en, tomando una expresión crucial para Foucault, sus condiciones de posibilidad. Es decir, el deslumbramiento de los naufragios – producido por el exceso de luz que derraman los síntomas y las causas – nos vuelve bastante ciegos a su condición de posibilidad.
Volvamos al cervatillo que somos y que va a ser atropellado de noche por el coche de potentes faros encendidos que circula a toda velocidad. Vamos a hacer una especie de analogía tomándonos algunas licencias. En este escenario ¿cuál sería el síntoma? Por supuesto el atropello, que va a dejar al cervatillo muerto o muy tocado para el resto de su vida. ¿Y cuál sería la causa? Obviamente el entrecruzamiento espaciotemporal del coche que circula a toda velocidad por la carretera con la ruta del pequeño cervatillo que la cruza para ir a beber agua a un riachuelo que está al otro lado de la vía. Podríamos ir más allá. ¿Cuál sería la causa más remota? Quizá el hecho de que se haya trazado la carretera por allí, justo en la mitad de un bosque que es el hábitat de muchos ciervos, sin haber tenido en cuenta la localización de sus fuentes de bebida o alimentación.
De esta manera ya está desplegado el mapa en el que nos enredamos. ¿Cuál es la causa de la causa? ¿Cuál es la consecuencia del síntoma para el cervatillo o para su especie? ¿Cómo se puede prevenir? ¿Qué señales debemos aprender para predecir situaciones similares? El deslumbramiento del naufragio nos envuelve y nos atrapa. Pero para comprender ese enredo, para comprender de verdad las causas y los síntomas necesitamos visualizar su condición de posibilidad. En otras palabras, ¿qué es lo que ha hecho posible la existencia de la causa y, por tanto, del síntoma?
Hay que aclarar algo importante. La condición de posibilidad no es la causa de la causa. No se trata de eso, puesto que si lo fuera caeríamos en una recursividad interminable. Yo entiendo la condición de posibilidad como aquello que permite que se desplieguen las causas y los síntomas, aquello sin lo cual sería imposible que apareciera un elemento como causa de otro. La condición de posibilidad no causa a la causa, sino que permite que esta aparezca como causa. Sin esa condición de posibilidad podría aparecer el elemento que funciona como causa y no causar nada.
Sé que quizá esto puede ser bastante abstracto, así que volveré al ejemplo del cervatillo para intentar ilustrarlo, ya que la condición de posibilidad de ese ejemplo es, con algunos matices importantes, la misma que en lo que al psiquismo se refiere y que no es otra que el espacio.
Si el cervatillo va a ser atropellado porque se cruza en el camino de un coche y el coche circula por allí porque se trazó hace tiempo una carretera, ¿qué ha hecho posible todo eso? La geografía propia de ese terreno facilitó la emergencia de un inmenso bosque, quizá por el tipo de suelo que la historia del planeta enriqueció con nutrientes y también por el tipo de clima. Eso creó una explosión de vida y aparecieron los ciervos. Al existir ese bosque se fundaron poblaciones humanas en su entorno para aprovechar sus recursos y para unirlas se trazaron carreteras que estuvieron determinadas por la forma del espacio. Con estos elementos muchos años después un cervatillo sería atropellado por la noche.
Lo que permite que el coche atropelle al cervatillo es toda la historia del terreno y de las poblaciones humanas surgidas a su alrededor y eso sólo pudo haber sido posible por la geografía del espacio, la cual determinó la existencia del bosque y de los asentamientos humanos. Sin ese espacio no podrían existir ni la causa (la carretera) ni el síntoma (el atropello). Esa misma carretera ubicada en otro espacio no funcionaría como la causa del atropello, bien porque no existiría el bosque, bien porque el terreno obligaría a construirla rodeándolo.
Es decir, el espacio, su geografía, su geometría, hace posible que un elemento ubicado allí pueda ser la causa de algo. El espacio es la condición de posibilidad de los elementos que van a funcionar como causa y de los elementos que aquellos producirán como consecuencias.
En los naufragios que padecemos la condición de posibilidad es la misma: el espacio. Lo que se pierde de vista en el deslumbramiento que producen los síntomas y las causas de nuestros naufragios es que estos sólo son posibles porque tienen un espacio donde pueden desplegarse, un espacio donde pueden aparecer y existir.
Muy pocas corrientes psicológicas han pensado en esto. Eso no impide que en su ignorancia asuman ciertas concepciones del espacio psíquico, bastante simplistas por otro lado. La determinación biológica, contextual o biopsicosocial que propugnan imposibilita que puedan concebir el psiquismo como un espacio, les cierra la puerta a preguntarse sobre la posible topología de dicho espacio o admiten sin saberlo como propias de la psique geometrías euclidianas intuitivas de superficies planas cerradas con un adentro y un afuera.
Uno de los pocos, si no el único, que se tomó en serio la condición de posibilidad del espacio para el psiquismo fue, como en otras tantas cuestiones cruciales, el psicoanalista francés Jacques Lacan. Por tanto, le seguiremos a él en este breve recorrido para tomar perspectiva de esta noción tan fundamental.
Si la condición de posibilidad de nuestros naufragios, de sus síntomas y sus causas, es la existencia de un espacio, ¿cuál es el espacio del psiquismo? ¿De qué está hecho? ¿Cómo es?
El espacio psíquico es un espacio simbólico. Esto no quiere decir que sea un espacio metafórico. No es una alegoría ni una comparación. Es real, en el sentido más mundano del término. El espacio psíquico es un espacio simbólico. Es decir, es un espacio conformado por símbolos, por significantes y, por tanto, sometido a sus tiempos, a su lógica, a sus combinaciones, a sus leyes, a su geometría y a su topología. Que el espacio simbólico del psiquismo sea real quiere decir que es material, pero es un materialismo hecho de sonidos, de trazados, de lecturas y de escrituras. Este es el primer y fundamental materialismo humano.
Subrayo esta cuestión en primer lugar para señalarla y aclararla y, en segundo lugar, como crítica a ciertos planteamientos de mi admirado Santiago Armesilla, un excepcional politólogo, materialista político y seguidor de la filosofía de Marx y de Gustavo Bueno. Recomiendo encarecidamente visionar las excepcionales lecciones de política y economía que Armesilla tiene en su canal de YouTube.
Canal de Santiago Armesilla en YouTube.
Más allá de sus brillantes planteamientos políticos, tanto Gustavo Bueno como Armesilla, al igual que Marx, plantean la técnica como fundamento de la economía y de la política. La historia de las herramientas y de su uso condicionan la aparición de la política y, posteriormente, de la economía. Esto es muy cierto, sin embargo cometen el error de ignorar que las herramientas y la técnica son imposibles sin un espacio y un sistema simbólico que las crea y las sostiene. La primera causa de la economía y de la política, al igual que la primera causa de la filosofía, del arte, de las matemáticas o de cualquier saber humano es el lenguaje, entendido este como creador de espacios simbólicos, de estructuras y de relaciones entre elementos.
El veto que Armesilla y Bueno imponen al posmodernismo les vuelve ciegos a la primera condición de posibilidad de todo lo humano: el espacio simbólico. También es cierto que los excesos del posmodernismo han desvirtuado esta cuestión tan básica (llegando a veces a extremos casi delirantes), pero el rechazo de todo lo derivado de las bases del posmodernismo les impide entender que el primer materialismo, y del que derivan todos los demás, no es el político, sino el que introduce el lenguaje, el simbólico, en sus espacios, sus sonidos, sus trazados, sus lecturas y sus escrituras.
El punto de partida de Lacan es el axioma en el que él basa su enseñanza, a saber, que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. El inconsciente es el elemento fundamental del psiquismo. Obviamente, es posible pensar un psiquismo sin inconsciente, de hecho es así como hegemónicamente se piensa en la actualidad, pero esto sólo lleva a callejones sin salida y a explicaciones simplistas, banales y, las más de las veces, estúpidas. Solamente hay que acercarse a los conductistas y a la equiparación del humano a una rata de laboratorio – por mucho que intenten parchear sus supinas carencias en las mal llamadas “terapias de tercera generación” – para comprobar la futilidad de sus planteamientos. La eliminación del inconsciente en el psiquismo también explica el auge de lo denominado “cognitivo-conductual”, que reduce el inconsciente simplemente al subconsciente, logrando cercenar la huella del deseo del sujeto en sus lapsus o actos fallidos, aplastando por tanto a la persona. La obliteración del inconsciente también produce la égida sin paliativos de la neurociencia, cuya consecuencia más terrible consiste en un reduccionismo brutal del sujeto al cerebro y la reducción de este a sus componentes genéticos y fisicoquímicos. Y ahí tenemos a cientificistas de papel mojado predicando a los cuatro vientos que el amor no es más que una descarga de oxitocina o que la locura y las adicciones se explican por un aumento de dopamina.
Al elidir el inconsciente, estos modelos del psiquismo pueden evitar pensar en el espacio psíquico y su geometría, lo que les condena a la más absoluta inutilidad. ¿Qué espacios podrían pensar si pudieran? Los conductistas pensarían en laberintos lineales diseñados por una especie de dios contextual comandado por leyes de premios y castigos. Los cognitivo-conductuales pensarían en un espacio informático, virtual y simulado, imaginándose Mátrix corriendo en un Pentium III con Windows 95. Los neurocientíficos pensarían en un espacio biológico, o mejor, en un espacio reducido a una multicausalidad lineal fisicoquímica, estando todo lo de fuera determinado por lo que ocurre dentro de los genes, las neuronas y las relaciones entre ellos.
La introducción del inconsciente para comprender al psiquismo obliga a pensar en el espacio psíquico. El propio Sigmund Freud, descubridor del inconsciente y padre del psicoanálisis, se vio obligado a ello formulando sus dos tópicas psíquicas. Es cierto que el espacio que Freud pensó para el psiquismo y para el inconsciente estaba condenado de antemano por las limitaciones epistémicas de las que no pudo desembarazarse, pues él era médico (neurólogo) y acabó teorizando un modelo de superficie cerrada con un adentro y un afuera bien definido. Tomar como modelo el cuerpo humano constituido como una unidad le obligó a estas limitaciones, pero al menos él pensó en el espacio psíquico, que no deja de ser la condición de posibilidad para los síntomas y sus causas.
Lo que introduce Lacan al enunciar su hipótesis de que el inconsciente está estructurado como un lenguaje es la obligación de pensar el espacio psíquico como un espacio simbólico. Y si el espacio psíquico es un espacio simbólico, ¿qué características posee un espacio simbólico? ¿Cuál es su modelo geométrico? ¿Cuáles son sus leyes? En realidad, el primer paso para comprender el espacio simbólico es comprender cuál es el espacio propio del lenguaje y su geometría.
No es nada fácil pensar en esta cuestión. ¿Dónde está el lenguaje? ¿Está dentro de nosotros? Sí, pues hablamos y somos hablados. El inconsciente que nos habita nos empuja con sus leyes simbólicas y una lógica desconocida para nosotros. ¿Está fuera? También, pues antes de nacer existe todo un sistema simbólico y lingüístico que nos nombra, que determina la historia de nuestra cultura y nuestros más íntimos deseos. Si el lenguaje está a la vez dentro y fuera de nosotros, un espacio de superficies cerradas no nos sirve para caracterizar el hábitat del lenguaje. Necesitamos un espacio de superficies abiertas pero que parezcan cerradas.
Desde los primeros esquemas de Lacan (el esquema lambda, el esquema R de la neurosis, el esquema I para la paranoia, el grafo del deseo) hasta las figuras topológicas (el crosscap, la banda de Moebius, el toro, la botella de Klein) y los últimos desarrollos con los nudos y el sinthome, se observa un desarrollo en esta dirección: el pensar el espacio del lenguaje, su geometría, y la tentativa de cernir el espacio simbólico que es el psiquismo a través de la topología.
Como me pasa siempre, me extiendo en exceso para entrar en el tema. Confieso que a veces trabajo de esa manera. Empiezo a escribir con una idea apenas esbozada confiando en que se vaya estructurando a medida que voy poniendo palabras. La desventaja de esto obviamente es la excesiva amplitud de la introducción. Pido disculpas por ello, pero gracias a esto puedo entrar en el punto importante del tema.
Con la idea de espacio simbólico como característico del psiquismo y como condición de posibilidad de los síntomas psíquicos y sus causas, paso a enumerar los que considero los cuatro puntos principales para esbozar dicho espacio simbólico.
- El espacio simbólico no es profundo, es extenso
Tradicionalmente, debido sobre todo a Freud – hay que decirlo –, se ha asimilado al inconsciente la característica de profundidad. Incluso se ha llegado a denominar al psicoanálisis como la “psicología de lo profundo”. Freud contribuyó a ello equiparando la tarea del psicoanalista a la del arqueólogo que va desenterrando en una ciudad los estratos depositados a cada vez más profundidad, los cuales darían testimonio de las distintas civilizaciones que se asentaron allí a lo largo de la historia. Para Freud el psicoanalista haría algo parecido con el síntoma, desde la actualidad hasta la infancia más primaria. Así el psicoanalista llegaría a los cimientos más profundos que sostendrían al síntoma actual en toda su historia.
No obstante, esto no sería una visión afinada. El espacio psíquico es un espacio simbólico y en el espacio simbólico, en un principio, no contamos con las tres dimensiones espaciales tan familiares para nosotros. Quizá como mucho contemos con dos dimensiones, la altura y la anchura. Lo cual en geometría equivaldría a un plano. Voy a permitirme una especie de alegoría para comprender esta cuestión. Si consideramos que el psiquismo es un texto (puesto que está compuesto de significantes – palabras, imágenes, gestos, ideas… sostenidos por el lenguaje y compuestos de lenguaje –), el espacio psíquico sería el folio donde está escrito y se está escribiendo dicho texto. Ese folio es infinito en extensión, igual que el plano de dos dimensiones es infinito en geometría.
El texto se ha escrito en una parte, en otra parte se va escribiendo texto nuevo a partir del antiguo y en otra parte se va sobreescribiendo sobre el texto ya escrito, aparecen notas al margen, también a pie de página, anotaciones referidas a elementos tachados o sobreentendidos, etc. Es decir, la característica fundamental del espacio psíquico es una extensión virtualmente infinita.
La falsa idea de profundidad para el espacio psíquico nos viene de la concepción lineal del tiempo que manejamos y que no es válida para el espacio simbólico. La tocaremos más adelante, pero por ahora solo diremos que como exploramos la historia del síntoma y de la persona, esa concepción lineal del tiempo que va de atrás hacia delante hace que perdamos de vista que la persona va hablando siempre en el mismo plano, en la misma dimensión, a la misma altura, pero cambiando el tiempo verbal. Esto nos da la ilusión de una aparente profundidad que habría que alcanzar cada vez más forzando recuerdos, elaborando supuestos traumas. En realidad, no nos movemos del mismo folio, no pasamos la página porque no hay grosor de páginas (no hay tercera dimensión). Lo que hacemos es tratar de recorrer la extensión infinita del folio, pero nuestras gafas de temporalidad lineal nos lían y acabamos confundiendo extensión infinita con profundidad insondable.
Lacan afirmaba que el inconsciente no tiene profundidad, sino extensión, precisamente porque el espacio simbólico no tiene profundidad, sino una interminable extensión. El inconsciente no está enterrado en lo profundo, sino oculto en la misma superficie. Salvando las distancias y para que se comprenda, el inconsciente se puede entender como la lectura de una poesía. Los versos están escritos, el sentido está ahí, pero hace falta una clave de lectura para captar lo que ya está presente. Cuando uno tiene esa clave de lectura, los versos despliegan su sentido aparentemente oculto pero que está a la vista de todos.
Una última analogía, tomada con suma prudencia, antes de pasar al siguiente punto. Hay una idea en física que me fascina. Se ha observado que el universo está en expansión y, por tanto, que las galaxias se están alejando, separándose entre sí. Llegará un momento, si aún estamos vivos como especie, en que miraremos el cielo y no veremos estrellas de ningún tipo. Pero lo que me fascina de esta cuestión es cómo los físicos describen esta expansión del universo. Las galaxias se alejan de nosotros no porque estas se muevan, sino porque va apareciendo más espacio vacío entre ellas.
Si tienes dos objetos juntos y mueves uno, lo alejas del otro. En ese movimiento estás introduciendo espacio, por eso un objeto está más lejos del otro. Otra forma de alejar un objeto del otro es no mover ninguno pero “meter”, por así decir, más espacio entre uno y otro. Es lo que está pasando con el universo. Las galaxias no se mueven, sino que se está creando más espacio entre ellas, lo cual las aleja entre sí.
Esta idea toca, salvando las distancias, con el espacio simbólico. Su extensión es infinita porque van apareciendo significantes que van alargando la extensión de dicho espacio, alejando un significante de otro por la interposición de otro, otro, otro, otro… Y así eternamente. Cada uno con su órbita de sentido, sus relaciones metafóricas y metonímicas con los demás, con los que han sido tachados (reprimidos), sustituidos, ampliados, matizados, creados… Y así va creciendo la extensión infinita bidimensional del espacio simbólico que constituye nuestro psiquismo.
- La geometría del espacio simbólico es una topología de la extimidad
No es nada fácil trazar la geometría de algo tan inasible, pero a la vez tan primariamente material, como el lenguaje. El espacio simbólico que este genera por fuerza debe obedecer a geometrías no euclidianas. Tal vez la mejor forma de aproximarse a dicha geometría sea la que inicio Lacan a través de la topología.
La topología es una rama de la geometría que estudia las propiedades que permanecen intactas en las transformaciones de un objeto o sus deformaciones, con la condición de que no se corte algo que en el objeto original estaba unido ni se pegue lo que en el objeto original estaba separado. Por eso a la topología se la denominó al principio como la “geometría del caucho”.
Para establecer cualquier modelo teórico necesitamos contar, lo sepamos o no, con un modelo geométrico que nos posibilite una descripción del espacio en el que nuestro objeto de estudio se desenvuelve. Si estamos hablando de espacio simbólico, necesitamos algún tipo de modelo geométrico que nos ayude a situar la particular posición del lenguaje respecto de a la subjetividad, respecto del cuerpo propio y también respecto del sistema simbólico aparentemente exterior a ellos. Es decir, necesitamos algún tipo de modelo geométrico que describa cómo el espacio simbólico está a la vez en el interior y en el exterior, dentro y fuera simultáneamente.
Esto ya nos clausura la geometría de las superficies cerradas, pues estas delimitan un interior que queda siempre dentro y un exterior que permanece siempre fuera. De ahí que Lacan echara mano de figuras topológicas clásicas como la cinta de Moebius (una superficie abierta que en realidad parece estar cerrada y de la cual se puede pasar del interior al exterior y viceversa sin cruzar ninguna frontera), la botella de Klein (una superficie cuyo interior cruza con su exterior envolviéndose a sí misma de dentro afuera y de fuera adentro) o el crosscap (de propiedades similares). Todas estas figuras tienen la característica de aparentar ser superficies cerradas, pero en realidad son abiertas. En ellas el interior y el exterior están en continuidad, aunque en apariencia no dé esa sensación.
El uso de estas figuras topológicas da cuenta de un esfuerzo por formalizar la geometría del espacio psíquico, que es simbólico, a través de una especie de topología de la extimidad.
La extimidad es un neologismo acuñado por Lacan derivado de la fusión de las palabras “exterior” e “intimidad”. Si el lenguaje es lo más ajeno, lo más externo, a nosotros, también es a la vez lo más íntimo de nosotros, puesto que conforma nuestro psiquismo y nuestro deseo. Se trata entonces de empezar a pensar una geometría que tenga en cuenta esta cuestión. De ahí que Lacan se interese en figuras topológicas cuyo interior y cuyo exterior estén en continuidad, a la vez dentro y a la vez fuera, como el lenguaje. Pues esta es la geometría especial del espacio simbólico.
No puedo profundizar en estas cuestiones, pues es un universo casi desconocido para mí y la extensión ya está siendo demasiada en este escrito, pero me parecía importante al menos justificar por qué es necesaria la topología y qué lugar geométrico hay que comenzar a pensar respecto al lenguaje y al espacio simbólico que este constituye, así como introducir un concepto tan bello y crucial como el de extimidad.
- La temporalidad del espacio simbólico no es exclusivamente lineal
Puede que el espacio simbólico carezca de la tercera dimensión espacial, pero sí que tiene dimensión temporal. El tiempo existe en el espacio simbólico puesto que el lenguaje tiene una dimensión temporal, solo que esta no es lineal o, mejor dicho, no es exclusivamente lineal.
Para escribir o para hablar tenemos que poner una palabra y después otra y otra. Esto despliega una dimensión lineal del tiempo que va de atrás hacia delante. Sin embargo, a la vez que vamos poniendo una palabra y luego otra y otra, se va arrastrando la historia que cada una de esas palabras tiene para nuestra cultura y para nosotros, se van arrastrando los términos similares, los campos de sentido que abren dichas palabras, las homofonías que portan y que permiten los juegos de palabras, los dobles sentidos y los actos fallidos. Y todo eso está antes de que hablemos, luego también hay una dimensión temporal que va de adelante hacia atrás, ya que sus efectos se perciben a posteriori, una vez acabado y una vez escuchado o leído.
Pero no sólo eso, para dar un sentido a una frase debemos detenernos en un punto. En ese punto de detención hay un efecto de retroacción de todo lo que se ha dicho y cobra sentido solo cuando se ha parado. Dimensión temporal de delante hacia atrás. Siempre pongo el mismo ejemplo cuando tengo que explicar esto. Me remito al breve cuento de Jorge Luis Borges La casa de Asterión. Es un cuento donde uno no se entera absolutamente de nada hasta que llega a las últimas frases del mismo, donde aparece por fin el sentido y se comprende quién había estado hablando todo el tiempo y de qué narices se trataba. El tiempo va de delante hacia atrás.
Aún hay más. El espacio simbólico puede muy bien tener un tiempo circular en varios sentidos. Por ejemplo, en la repetición pulsional que trata de recuperar un objeto perdido míticamente y cuyo recorrido es un círculo alrededor de un vacío que se repite continuamente y donde no se alcanza ningún objeto, pues no existe ninguno. Esto por ejemplo queda ilustrado muy bien en la vida de pareja, donde alguien intenta que el otro cambie hacia una determinada manera de comportarse, que haga algo que nunca ha hecho o que deje de hacer algo que siempre hace, justo esa persona que es imposible que cambie hacia dicho sentido. El imposible es una forma de repetición circular que genera el espacio simbólico con su temporalidad en forma de círculo.
No es la única forma de temporalidad circular. En el espacio simbólico el efecto puede aparecer antes que la causa. Pongo un ejemplo muy resumido de lo que quiero decir tomado del psicoanalista argentino Juan Manuel Martínez. Un paciente varón que él atiende le cuenta cómo su padre lo abandonó en casa de sus abuelos maternos cuando él tenía 4 años, hasta esa fecha vivían el paciente, su padre y su madre en casa de los abuelos paternos. La relación con el padre está teñida de rencor y rabia. Van pasando las sesiones, el paciente va hablando y un día dice que se acaba de acordar de algo que se mencionó de pasada hacía mucho tiempo y de lo que no se ha hablado en su familia. Resulta que el padre del paciente fue abusado por su propio padre (el abuelo del paciente) cuando tenía 4 años. Justo la edad que tenía el paciente cuando el padre lo sacó de la casa donde vivían. A partir de ahí el sentido de la cosa cambia. El paciente descubre que su padre no le abandonó, sino que lo sacó de la casa para protegerlo de su abuelo.
La causa aparece después del efecto. Hay personas que pueden decir que esto es una relectura que hace el paciente y estarían en lo cierto. Pero esa cuestión es solo una parte. La verdadera causa no aparece hasta que el paciente no la enuncia. Hasta ese momento no existía para él, aunque el efecto sí que estaba presente (el haber sido desplazado de domicilio, el haber sido dejado). La relectura no aparece solo como un mero ejercicio lingüístico, sino que la relectura solo es posible cuando un elemento ocupa el lugar de la causa y esto aparece después. Este es otro ejemplo del tiempo circular que a veces aparece en el espacio simbólico.
Por mencionarlo, aunque no profundizaré en él, quiero nombrar otro ejemplo de la temporalidad alterada que se produce en el espacio psíquico y que desde Freud conocemos como transferencia. Hay elementos simbólicos que el paciente transfiere al psicoanalista, estos elementos están presentes desde antes y sólo se hacen patentes en la relación analítica, por lo que el tiempo aquí también va al revés.
Hay un montón más: los sueños, la sincronía significante, las metáforas y las metonimias en el funcionamiento del inconsciente, los propios síntomas (que son a veces pedazos de tiempos simbólicos coagulados y congelados, como fotografías fijas de trozos simbólicos de relaciones que no circulan)…
Me parece simplemente maravilloso como el tiempo se transforma en el espacio simbólico del psiquismo y no le prestamos la debida atención a ello.
- El espacio simbólico genera estructuras psíquicas
El espacio simbólico es un espacio estructurado, en el sentido de que es un espacio ordenado. Si el espacio simbólico es el creado por el lenguaje, este en su esqueleto no es caótico, sino puro orden. Al igual que la gravedad hace que los elementos del universo se agrupen con cierto orden en el espacio, el orden simbólico hace que los lugares y los elementos simbólicos del espacio psíquico tengan una estructura.
Esto es así porque el lenguaje crea lugares, en esos lugares se van a situar elementos simbólicos. Pueden ser elementos de la “realidad” cotidiana, pero si esos elementos cotidianos se sitúan en esos lugares creados por el lenguaje, pasan a ser simbólicos.
Por ejemplo, no es lo mismo un beso que nos da una desconocida que el que nos da nuestra pareja. El beso en el caso de la pareja está situado en un lugar simbólico del que carece el que nos da una persona a la que nos acaban de presentar, y no significa lo mismo para nada en un caso que en otro. Igual que no tiene el mismo efecto la pastilla que nos tomamos nosotros que la que nos receta el médico. Esta segunda se pone en un lugar simbólico de saber que la primera no tiene.
Estos lugares simbólicos son los que crea el lenguaje en el espacio simbólico. Por eso dicho espacio está estructurado, puesto que el espacio simbólico está formado por lugares relacionados entre sí que contendrán elementos que se relacionarán entre sí por medio de esos lugares. Hay lugares vacíos y lugares elididos, pero sobre los que orbitan los demás, por ejemplo, el lugar del deseo, o el lugar del objeto perdido de la pulsión, o el lugar del saber o el del amor.
Todos estos lugares y elementos relacionándose entre sí conforman las diferentes estructuras psíquicas: la neurosis, la psicosis y la perversión. Es en estas estructuras donde se producen los síntomas y por eso estos y sus causas son inseparables del espacio simbólico donde se despliegan. Dicho espacio, que varía de una estructura a otra, de un sujeto a otro, conjuga elementos y lugares relacionados de maneras particulares, en tiempos lineales y no lineales, externos e internos a la vez, extensos pero no profundos.
Ahí se despliegan los síntomas y sus causas, en un espacio psíquico geométricamente extraño, temporalmente alterado, pero crucial para poder cernir el sufrimiento, para poder entender nuestros naufragios y para poder erguirnos inestablemente sobre ellos mientras vamos viviendo.
Nota para mí mismo: cuando pases tanto tiempo sin escribir y quieras desoxidarte, escoge un tema más sencillo.
Te agradezco tu paciencia si has leído hasta aquí y espero haberte podido transmitir al menos algo de curiosidad y de asombro entre tanta abstracción teórica. Si no lo he conseguido, el fallo está sin duda de mi lado, porque te aseguro que es un tema apasionante y fascinante.
La geometría del psiquismo pone la realidad patas arriba y le da la vuelta a todo lo que nos han enseñado.
Jesús Rodríguez de Tembleque Olalla
Psicólogo clínico del equipo Ágalma